Autor | David Bravo
La alimentación es uno de los factores claves para mejorar la salud de las personas. De igual modo, la producción responsable de alimentos y ciertos cambios en los hábitos de consumo pueden mejorar el medio ambiente. Por ello, recientemente ha surgido la alimentación sostenible, aquella manera de producir nutrientes basada en el respeto a la biodiversidad, los ecosistemas terrestres y marinos o la cultura y tradiciones de los lugares.
Según la Organización de las Naciones Unidas (ONU) el 30% del consumo energético mundial responde a la producción de alimentos. Se estima que este porcentaje ascenderá notablemente en 2050, cuando la población mundial llegue a los nueve mil millones de personas y sea necesario producir un 60% más de comida. Esto ha hecho que la alimentación sostenible se incluya en algunos de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, especialmente en los referentes a la erradicación del hambre y la de garantizar la sostenibilidad del medio ambiente.
Entre las acciones que contribuyen a lograr esa alimentación sostenible están aumentar el consumo de frutas y verduras, reducir el de carne roja, pescados y lácteos, optimizar la compra y cocinado de alimentos para evitar desperdiciar comida y adquirir productos con sellos ecológicos.
Estas certificaciones, emitidas por entidades públicas o privadas, garantizan que el productor ha seguido una serie de estándares de calidad referidos al cultivo, el procesado, el packaging, el almacenaje y la distribución del alimento. Por ejemplo, que los ingredientes sean de origen ecológico en un alto tanto por ciento, que se hayan seguido normas de bienestar animal o que no se hayan utilizado medicamentos en la cría de ganadería ni pesticidas en los cultivos. Sin embargo, aunque su efecto en el medio ambiente es menor que el que tienen otros productos, el alimento sostenible que no genera huella ecológica es una entelequia.
La sostenibilidad del alimento no acaba en la comida
Según los principios de la alimentación sostenible dichos productos solo deberían venderse en los comercios de cercanía para evitar la contaminación que provocaría su transporte. Además, si bien el producto puede ser sostenible, no siempre lo son sus envases o, al menos, no en la medida en que se cree. El vidrio, por ejemplo, aunque es una mejor opción que el tetra-brik —imposible de reciclar en su totalidad por su composición plástica y metálica—, requiere mucha agua durante su proceso de reciclado.
Asimismo, si bien el cristal parecería más respetuoso con el medio ambiente que el plástico, el peso de un envase de vidrio es considerablemente superior al de uno de PVC. Esto provoca que el consumo de combustible en los transportes aumente, disminuyendo el beneficio de optar por el vidrio como envase.
Por ello, todo apunta a que, para que la alimentación sea realmente sostenible, además de lo que se refiere a los productos en sí mismos son necesarios cambios en la mentalidad de los consumidores, que deberán a acostumbrarse a, por ejemplo, adquirir productos de temporada, en comercios de cercanía que vendan a granel, que no rechacen el producto por su estética o calibre y que permitan llevárselo en envases reutilizables. Una actitud que precisará cambiar la dieta y adaptarla, no tanto a los gustos individuales, como a las necesidades del planeta y de las generaciones venideras.
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